A un año del golpe en Honduras


A un año del golpe de estado, quisiera retomar algo que publiqué en aquel momento. Lo pongo aquí porque me gustaría recuperar dos ideas: que la democracia es un proceso de creatividad política impulsado por una ciudadanía "empoderada", y que a pesar de los golpes Honduras no volvería a ser la misma, que sería un país más conciente de lo que quiere, de cómo lo quiere, más participativo y más creativo. A un año del golpe el movimiento por la refundación de Honduras está en marcha !

Honduras y la cultura golpista de la derecha
Centroamérica, Julio de 2009

Quizas por vocación, acaso instinto, por deformación en el mejor de los casos --vaya usted a saber-- la derecha continental se aferra a una cultura golpista que muchos pensaban ya había desaparecido. Pero una búsqueda rápida en internet permite comprobar que el golpe de Estado en Honduras ha sido celebrado en las páginas del Wall Street Journal de Nueva York, El Tiempo de Bogotá, El Heraldo de Honduras, o La Nación de Costa Rica. Unos con cierta timidez, otros descaradamente.

Desde el año 2000 al presente, la derecha ha empleado la fuerza militar contra tres jefes de Estado elegidos por voto popular. En cambio, con excepción de la guerrilla colombiana, no se observa a las fuerzas políticas de izquierda intentando ocupar los poderes estatales por la vía de las armas. Periodistas y analistas políticos por igual deberían ponerse en alerta: la principal amenaza a la democracia no viene de la izquierda si no de la derecha.

Quizás sea momento de rescatar del olvido los análisis realizados por Guillermo O´Donnell en la década de 1970. O´Donnell explicó los golpes de estado de las décadas de 1960 y 1970 como una reacción de cierta élite económica, militar y política frente a unas demandas populares crecientes: luego de una época de relativa apertura a la expresión popular en Suramérica, las exigencias de los sectores populares traspasaban lo que las élites estaban dispuestas a conceder. Aunque esa no es una explicación completa, sí es una parte muy importante de la explicación.

La reacción golpista de la actual década parece tener una dinámica similar. Obviamente le asusta a la derecha la aparición de una contra-élite política, en este caso de izquierda, pero le asusta porque ella pudiera desatar expectativas en torno a cuestiones sociales y económicas. Entonces la derecha desata un discurso del miedo en donde el tema preferido son las izquierdas con liderazgos personalistas o centralizados. Es decir, explota una sensibilidad popular que sabe de pecados pero no de pecadores, de modo que sectores de la población opuestos a un pasado autoritaritario pueden volverse apoyos para una derecha golpista, incluso fascista.

Los golpes de Estado de las décadas de 1960 y 1970, se hicieron, igual que ahora, a nombre de la democracia. Pero posar como demócrata era más sencillo en aquella epoca, en algunos casos bastaba con ser anticomunista. Hoy las cosas han cambiado un poco y es importante guardar las apariencias. Se requiere que los militares golpistas salgan de la escena rápidamente y que luego se instale un circo donde un reparto de hombres --y algunas mujeres- curtidos en la política y los negocios por muchos años --por aquello de la experiencia-- hagan maromas con los símbolos de la democracia, para dar sello de legalidad a un hecho surgido de la fuerza de las armas.

Desde luego, hay actos de fuerza militar que resultan en gobiernos, querámoslo o no. Pero son criterios ético-políticos y no formalismos jurídicos los que han de guiarnos para decidir si se trata de un acto de fuerza legítimo, como puede ser una insurrección popular. De igual forma, evaluar si el régimen resultante transita o no a la democracia se debe hacer con criterios políticos relativos a las cualidades de una democracia.

La democracia es un proceso de creatividad política impulsado por una ciudadanía "empoderada", por lo tanto no admite definiciones que pretendan condensarla en una sola frase o esquema, ni siquiera esta definición que nos gusta mucho. Es importante tomar ello en cuenta pues desde la década de 1980 al presente, la derecha suele definir la democracia como una forma de cambiar gobiernos, incluso el más impopular, por medio de elecciones regulares. Eso es correcto pero es insuficiente, sotiene una parte de la izquierda. A la derecha, en cambio, le ha parecido una definición suficiente, porque ella no le compromete a impulsar una democratización económica, tampoco a construir nuevas formas de participación popular.

Pero en los hechos se nota que la derecha no está cómoda con la democracia, ni siquiera con esa democracia reducida a mecanismo de elección del gobierno. Oscar Arias es una rareza, sólo a él se le ocurre someter un tratado de libre comercio a consulta popular. Pero tómese nota que no hace mucho Arias vetó una ley de participación popular ambiental que habría otorgado a las comunidades poder de decisión en cuestiones relativas a la explotación y uso del medio ambiente. Eso preocupó a la cúpula empresarial. Bloquearon la ley, no obstante aprobarla era un paso importante para profundizar la democracia. En todo caso, se trataba de una reforma innecesaria y hasta peligrosa para un modelo democrático confinado en sus propias definiciones.

Lo que más teme cualquier sistema de pensamiento rígido es a la creatividad. En el caso de la derecha, no obstante todo su discurso en torno a la libertad, su mayor temor es perder su estatus, real o imaginado, dentro de un sistema de diferencias sociales. En tanto la democracia no modica ese estatus, la derecha acepta y hasta aprende a gustar de la democracia. Pero cuando la democracia amenaza con desatar la imaginación del pueblo, por manos de un "loco" o del pueblo mismo, la derecha corre a "resetear" el sistema, para que todo vuelva a su estado de equilibrio, a su versión tutelada, restringida, rutinaria de democracia.

A diferencia de las computadoras, sin embargo, nunca los sistemas sociales vuelven a ser los mismos después de "reseteados". Yo confío en que Honduras no volverá a ser la misma cuando haya pasado este episodio: se sacudirá el bipartidismo y será un país más conciente de lo que quiere, de cómo lo quiere, más participativo y más creativo. Tampoco Latinoamérica volverá a ser la misma.